4.3.13

Días de hablar


Era la marcha por el día del orgullo gay, veíamos pasar camiones hechos boliches bailables de acuerdo a distintos géneros musicales. Los que yo llamaría modernos, los de cumbia, los de música de los setenta y varios otros inspirados en películas; daban vueltas a la plaza de Mayo mientras, arriba, bailaba la gente disfrazada. A eso de las cinco de la tarde la plaza ya estaba repleta, y me costaba mucho caminar con la bici de acá para allá. Ella compró un libro de poesía de Susy Shock en los mismos puestos donde yo, a escondidas, hacía lo mismo con su regalo. A ella le gustaba jugar con su bisexualidad y conmigo.

Ibamos de la mano, la bici atada a un poste en la puerta del starbucks. Ella habló largo rato de los problemas de su viejo, mientras el café con nuestros nombres en los vasos se enfriaba. Yo apreciaba en silencio la incongruencia entre sus gestos y sus palabras. El incómodo sillón me permitía en cada movimiento intentar abrazarla o acariciarle el pelo. En un momento ella fue al baño y aproveché para esconder en su cartera unos aretes con forma de corazón que esa misma tarde había comprado en la feria.

El padre de ella tenía problemas con un sobrino que había estado en la cárcel, amenazas en busca de dinero que se habían trasladado a otros miembros de la familia política y era por eso que estaba tan asustada. Yo le pasé el número de mi profesor de Kung Fu; que por ese entonces vivía a doce metros de su casa. Ella me respondió con un agradecimiento exagerado y falso, y con eso entendí que no era lo que venía a decir.


Todavía no nos habíamos besado. Recuerdo nuestros besos porque eran como respirar, suaves, fluidos, en la época en que yo había puesto en nuestro calendario compartido la cita de esta marcha. Nunca la confirmamos. De todo modos, ella llamó cerca del mediodía para ver si yo pensaba ir. Era una día limpio y caluroso, confuso; yo llevaba una remera negra que me quedaba chica luego de haberla mandado muchas veces al laverrap; no recuerdo qué llevaba ella pero no tenía corpiño. Mientras tomábamos el café anochecía y hablábamos de cosas que no importan.

La avenida de Mayo es imponente. Muy amplia y arbolada, con sus cafés míticos y su aire europeo, es digna de recorrer como si uno fuera turista. Y allí, con ella de la mano, me pensaba feliz. Mucha gente a nuestro alrededor iba en la misma dirección. En la puerta de alguno de los dos congresos alguien hablaba sobre la ley de igualdad de género. Ya llegaba el eco de los discursos. Antes de poner un pie en la plaza, con la mirada entrecortada y los labios temblorosos me dijo:

- Sé que ya lo sabés, pero no es lo mismo que te lo diga.

En ese momento, en otro lado, lejos, casi imperceptible, sonó un disparo.

- Desde hace un tiempo estoy con Andrea.



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