El tres de noviembre del ochenta y nueve
mi familia llegó a la Argentina. El avión aterrizó temprano y, por alguna razón,
debimos quedarnos un rato dentro de la cabina, sentados, con las turbinas apagadas.
Yo miraba por la ventana las nubes y formaba figuras: el fondo detrás de las
nubes era gris, no azul ni marrón, gris. En un momento avisaron por
altoparlantes que ya podíamos bajar, y así mamá agarró a Flor, papá y yo los
bolsos, fuimos hasta Migraciones, pusimos caras de acá no pasa nada y ya estábamos aquí.
Por el pasillo del aeropuerto, cargados
con nuestras cosas, recordé, alarmado, que había dejado a mi KIT, mi auto
fantástico de juguete, debajo del asiento del avión. El auto había recorrido,
durante la noche, todo el pasillo desde la cola hasta la cortina que separaba
la primera clase, un trayecto nada despreciable para un auto del tamaño de mi
dedo mayor. Entonces lloré, grité, pataleé y armé un gran escándalo, tiré con
bronca los bolsos que llevaba, y como pude traté de explicar que yo necesitaba
volver al avión y recuperar mi auto, que me había acompañado hacia lo
desconocido, a la tierra dónde íbamos a vivir para siempre, el auto fiel que
siempre había estado conmigo y ahora yo, tonto, lo abandonaba en un avión que
quién sabe a dónde iría. Necesitaba volver a buscarlo. Necesitaba volver.
Sin embargo, las cosas terminaron como
suelen terminar cuando uno tiene ocho años: papá se acercó con cara de enojado,
harto de mandarme a callar, me agarró fuerte una mano, se agachó y muy serio me
dijo: Mati, no podemos volver por el Kit, el avión ya se fue y el Kit quiso
quedarse, me dijo que quería conocer el mundo, y me pidió que no te dijera nada
para que no te pusieras triste, me dijo que te iba a extrañar pero que no te
preocuparas, que iba a estar bien.
Le creí, asumí la tristeza y retomé el
encargo de llevar los bolsos; mamá llevaba a Flor, y papá encontró un carro
para poner las valijas. Mientras esperábamos que nuestras cosas aparecieran me
entretuve un rato largo con la cinta, que hacía una suerte de ocho y yo seguía
con la vista siempre el mismo sector; entonces, cuando se ocultaba tras la
pared, trataba de adivinar cuándo volvería, y ya no sabía si en realidad era el
mismo sector que había mirado antes u otro, porque a fin de cuentas son todos
iguales; esa era una tarea que se llevaba todo mi esfuerzo y concentración, y
desde luego vi nuestras cosas antes que nadie. Estaba atento.
Ya con todo resuelto salimos al hall, que
estaba lleno de gente que esperaba a otra gente: familias, amigos, novias o no
sé qué, carteles que decían familia tal, o un nombre simple como Mateo. Ahí conocí
a Albertito, un gran amigo de mi papá de la época del secundario: habían tenido
juntos un grupo de música, y compartido viaje de egresados, campamentos, novias,
equipos de fútbol, y hasta había sido él quien consiguió los pasaportes falsos
cuando se exiliaron a México.
Alberto cargó nuestras valijas en su
Falcon Rural y nos llevó a la casa de mi abuela Sarita, la mamá de mi papá, donde
nos esperaba toda una nueva familia llena de hola tío, hola primos, él es Francisco,
ella es Carla, hola abuelos, yo soy Matías, no los conozco, no sé quiénes son.
Se esforzaban por contarnos anécdotas de cuando nos habían visitado en México: yo
te cambiaba los pañales ¿no te acordás? decía mi abuela, y mi tío decía ¿no te
acordás de cuando paseamos en bicicleta por Coyoacán? Así todos, y yo no y no,
la verdad es que no, no me acordaba de nada. Sí recuerdo la fuente con el lobo,
donde nos sentábamos a tomar helado de guanábana; y el zócalo; la despensa la Conchita,
y a Miguel, Pablo, la Luisa y el Negro, la villa Olímpica, y el perro Pepino
que tomaba el ascensor solo; Imelda, Benito, Manuel y el gato Firulais; y otra
gente pero familia no, familia no había. Hasta entonces nunca había habido
familia.
Mientras todos hablaban, se abrazaban y
sonreían, el abuelo trajo unas aceitunas negras, pan con aceite y ajo y un
queso blanco cortado en fetas; yo, en tanto, recorrí la casa de mi abuela hasta
dar con el antiguo cuarto de mi papá, donde había un montón de fotos de mujeres
desnudas en distintas situaciones: en el campo, cabalgando, fumando; todas
encastradas magistralmente dentro de un dibujo sobre la pared; la cama era
simple, de madera blanca, con un plástico que cubría las sábanas para que no se
ensuciasen; frente a esa pared había dos grandes bibliotecas también blancas,
con libros, biromes, lapiceras, cartucheras, cosas de mi papá que nadie había
tocado desde su partida, apenas terminado el secundario; sobre otra pared, una
colección de más de cincuenta cajas de cigarrillos, y justo cuando terminé de
contar las cajas escuché que me llamaban a almorzar.
Nos sentamos a la gran mesa del comedor, un
óvalo de madera oscura y firme sobre el que colgaba una araña de vidrio y
bronce que me resultaba alta y lejana; detrás, el ventanal que daba al balcón
del séptimo piso por el que, si uno se animaba, podía ver el ancho completo de
la avenida Corrientes, el colegio de enfrente, y los techos de los autos y
colectivos que pasaban.
El almuerzo del tres de noviembre del
ochenta y nueve, fue de canelones rellenos de verdura y ricota con tuco y salsa
blanca. Los platos, blancos con bordes dorados, humeaban; el día seguía gris, y
once personas comían juntas por primera vez, veintidós canelones con gusto a
nada.
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