1.9.14

la ida que fue vuelta.

El tres de noviembre del ochenta y nueve mi familia llegó a la Argentina. El avión aterrizó temprano y, por alguna razón, debimos quedarnos un rato dentro de la cabina, sentados, con las turbinas apagadas. Yo miraba por la ventana las nubes y formaba figuras: el fondo detrás de las nubes era gris, no azul ni marrón, gris. En un momento avisaron por altoparlantes que ya podíamos bajar, y así mamá agarró a Flor, papá y yo los bolsos, fuimos hasta Migraciones, pusimos caras de acá no pasa nada y ya estábamos aquí.

Por el pasillo del aeropuerto, cargados con nuestras cosas, recordé, alarmado, que había dejado a mi KIT, mi auto fantástico de juguete, debajo del asiento del avión. El auto había recorrido, durante la noche, todo el pasillo desde la cola hasta la cortina que separaba la primera clase, un trayecto nada despreciable para un auto del tamaño de mi dedo mayor. Entonces lloré, grité, pataleé y armé un gran escándalo, tiré con bronca los bolsos que llevaba, y como pude traté de explicar que yo necesitaba volver al avión y recuperar mi auto, que me había acompañado hacia lo desconocido, a la tierra dónde íbamos a vivir para siempre, el auto fiel que siempre había estado conmigo y ahora yo, tonto, lo abandonaba en un avión que quién sabe a dónde iría. Necesitaba volver a buscarlo. Necesitaba volver.

Sin embargo, las cosas terminaron como suelen terminar cuando uno tiene ocho años: papá se acercó con cara de enojado, harto de mandarme a callar, me agarró fuerte una mano, se agachó y muy serio me dijo: Mati, no podemos volver por el Kit, el avión ya se fue y el Kit quiso quedarse, me dijo que quería conocer el mundo, y me pidió que no te dijera nada para que no te pusieras triste, me dijo que te iba a extrañar pero que no te preocuparas, que iba a estar bien.

Le creí, asumí la tristeza y retomé el encargo de llevar los bolsos; mamá llevaba a Flor, y papá encontró un carro para poner las valijas. Mientras esperábamos que nuestras cosas aparecieran me entretuve un rato largo con la cinta, que hacía una suerte de ocho y yo seguía con la vista siempre el mismo sector; entonces, cuando se ocultaba tras la pared, trataba de adivinar cuándo volvería, y ya no sabía si en realidad era el mismo sector que había mirado antes u otro, porque a fin de cuentas son todos iguales; esa era una tarea que se llevaba todo mi esfuerzo y concentración, y desde luego vi nuestras cosas antes que nadie. Estaba atento.

Ya con todo resuelto salimos al hall, que estaba lleno de gente que esperaba a otra gente: familias, amigos, novias o no sé qué, carteles que decían familia tal, o un nombre simple como Mateo. Ahí conocí a Albertito, un gran amigo de mi papá de la época del secundario: habían tenido juntos un grupo de música, y compartido viaje de egresados, campamentos, novias, equipos de fútbol, y hasta había sido él quien consiguió los pasaportes falsos cuando se exiliaron a México.

Alberto cargó nuestras valijas en su Falcon Rural y nos llevó a la casa de mi abuela Sarita, la mamá de mi papá, donde nos esperaba toda una nueva familia llena de hola tío, hola primos, él es Francisco, ella es Carla, hola abuelos, yo soy Matías, no los conozco, no sé quiénes son. Se esforzaban por contarnos anécdotas de cuando nos habían visitado en México: yo te cambiaba los pañales ¿no te acordás? decía mi abuela, y mi tío decía ¿no te acordás de cuando paseamos en bicicleta por Coyoacán? Así todos, y yo no y no, la verdad es que no, no me acordaba de nada. Sí recuerdo la fuente con el lobo, donde nos sentábamos a tomar helado de guanábana; y el zócalo; la despensa la Conchita, y a Miguel, Pablo, la Luisa y el Negro, la villa Olímpica, y el perro Pepino que tomaba el ascensor solo; Imelda, Benito, Manuel y el gato Firulais; y otra gente pero familia no, familia no había. Hasta entonces nunca había habido familia.

Mientras todos hablaban, se abrazaban y sonreían, el abuelo trajo unas aceitunas negras, pan con aceite y ajo y un queso blanco cortado en fetas; yo, en tanto, recorrí la casa de mi abuela hasta dar con el antiguo cuarto de mi papá, donde había un montón de fotos de mujeres desnudas en distintas situaciones: en el campo, cabalgando, fumando; todas encastradas magistralmente dentro de un dibujo sobre la pared; la cama era simple, de madera blanca, con un plástico que cubría las sábanas para que no se ensuciasen; frente a esa pared había dos grandes bibliotecas también blancas, con libros, biromes, lapiceras, cartucheras, cosas de mi papá que nadie había tocado desde su partida, apenas terminado el secundario; sobre otra pared, una colección de más de cincuenta cajas de cigarrillos, y justo cuando terminé de contar las cajas escuché que me llamaban a almorzar.

Nos sentamos a la gran mesa del comedor, un óvalo de madera oscura y firme sobre el que colgaba una araña de vidrio y bronce que me resultaba alta y lejana; detrás, el ventanal que daba al balcón del séptimo piso por el que, si uno se animaba, podía ver el ancho completo de la avenida Corrientes, el colegio de enfrente, y los techos de los autos y colectivos que pasaban.


El almuerzo del tres de noviembre del ochenta y nueve, fue de canelones rellenos de verdura y ricota con tuco y salsa blanca. Los platos, blancos con bordes dorados, humeaban; el día seguía gris, y once personas comían juntas por primera vez, veintidós canelones con gusto a nada.

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